A partir de mañana he de ser fuerte,
y he de serlo durante dos semanas;
aunque no es por gusto, ni tengo ganas:
empiezo los exámenes (la muerte)...
Espero que me acompañe la suerte
y que en todos me suenen las campanas...
que de tanto estudiar tengo hasta canas,
mientras fuera la gente se divierte...
Estoy seguro de que esto no es sano,
mis neuronas están muy distraídas:
ya piensan en el próximo verano.
Este temario se estudia en tres vidas...
¡Venga, dale caña que está en tu mano;
tras esto, vacaciones merecidas!
lunes, 27 de enero de 2014
jueves, 16 de enero de 2014
Puntos en la frente
Nos situamos en un monasterio perdido en algún lugar. En él, hay 100 monjes (en realidad, el número es irrelevante). Los monjes del monasterio tienen hecho un voto de silencio: no pueden comunicarse de ninguna forma con otros monjes (ni verbalmente, ni por signos, ni gestos, ni miradas, ni acciones como "ponerse a la derecha para decir tal cosa", "dar la espalda", etc). Otro dato característico del monasterio es que en él no hay espejos ni nada donde los monjes puedan reflejarse.
Un día llega un abad médico de fuera y los reúne a todos en el salón, y les cuenta que hay una enfermedad terminal contagiosa cuyo único síntoma son unos puntos rojos en la frente. Cuenta también que en el monasterio HAY UNO O MÁS ENFERMOS, y que los enfermos deben suicidarse para no contagiar a sus compañeros. El abad abandona el monasterio sabiendo que hay 11 enfermos, pero no le dijo a nadie el número.
Una vez al día, todos los monjes se reúnen para comer juntos en una mesa donde se ven las caras los unos a los otros; comen sin comunicarse entre ellos de ninguna manera. El undécimo día los 11 monjes que están enfermos deducen, sin lugar a dudas, que son ellos los que están enfermos, así que tras esa comida se meten en sus respectivos cuartos y se suicidan por el bien de la comunidad.
Todos los monjes son muy lógicos y listos, dotados todos de una gran mentalidad matemática. ¿Cómo han averiguado que estaban enfermos?
Un día llega un abad médico de fuera y los reúne a todos en el salón, y les cuenta que hay una enfermedad terminal contagiosa cuyo único síntoma son unos puntos rojos en la frente. Cuenta también que en el monasterio HAY UNO O MÁS ENFERMOS, y que los enfermos deben suicidarse para no contagiar a sus compañeros. El abad abandona el monasterio sabiendo que hay 11 enfermos, pero no le dijo a nadie el número.
Una vez al día, todos los monjes se reúnen para comer juntos en una mesa donde se ven las caras los unos a los otros; comen sin comunicarse entre ellos de ninguna manera. El undécimo día los 11 monjes que están enfermos deducen, sin lugar a dudas, que son ellos los que están enfermos, así que tras esa comida se meten en sus respectivos cuartos y se suicidan por el bien de la comunidad.
Todos los monjes son muy lógicos y listos, dotados todos de una gran mentalidad matemática. ¿Cómo han averiguado que estaban enfermos?
miércoles, 8 de enero de 2014
El Segundo Círculo
No me
sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Tener acceso a las palabras y
no a lo que designan es la más refinada versión del suplicio de Tántalo.
—Puedes
pedirme cualquier libro —me dijo el bibliotecario, un demonio plomizo de ojos
melancólicos.
(…)
—Éste es el Segundo Círculo, el de los lujuriosos
—dijo solemnemente el demonio—. En él encontrarás casi todos los libros de
amor...
—¿Casi todos?
—Por supuesto, ya que casi todos ellos dan por
válida, cuando no la exaltan abiertamente, la brutal costumbre de devorar a los
demás.
—Pero la lujuria…
—El amor es la lujuria —me cortó el bibliotecario—.
La lujuria es el apetito desordenado de los deleites carnales, ¿y qué mayor
desorden del apetito que el deseo de adueñarse de un trozo de carne en
exclusiva y para siempre, de tragarse viva a otra persona…?
—Einstein puso orden en la física tragándose vivo a
Newton —dije sin venir muy a cuento, sólo por llevarle la contraria.
—Einstein se tragó vivo a Newton porque estaba
muerto. El amor sólo tiene sentido como metáfora o metonimia («meto, nimia, la
parte por el todo», como dice el poeta) si los amantes/amados habitan espacios
o tiempos distintos… Lo más intolerable es la cohabitación, la grotesca
pretensión de compartir la vida, como si la vida fuera una cosa, o, peor aún,
una idea… El amor es la lujuria, del mismo modo (y por la misma razón) que la
propiedad es el robo… El apego, el afán de posesión (con su vicio
complementario, el afán de pertenencia), es la causa de todos los males, no me
cansaré de repetirlo. Y de todos los apegos, el amor es el más excesivo y
morboso.
—Supongo que te refieres al amor en el sentido
restringido de enamoramiento.
—Sobre todo, pero no exclusivamente. El amor en
sentido amplio también es un material sumamente inflamable. El amor a la
patria, sin ir más lejos…
—¿Dirías que el patriotismo es una forma de
lujuria?
—De las peores. Patriotismo y nacionalismo son
inseparables, y el nacionalismo es un apetito desordenado de lo carnal
simbólico: el objeto del afán de posesión/pertenencia (del amor, en una
palabra) del nacionalista es todo un pueblo, con su arbitrario continente
físico y su fantasmagórico contenido moral.
»El nacionalista lleva su furor amoroso a la burda
desmesura de lo orgiástico: intenta suplir con la cantidad la falta de calidad.
Oculta su miedo a la libertad en el tropel; su pánico, en la estampida.
»El nacionalismo sólo puede ser positivo como
negación de la negación, es decir, como oposición al imperialismo, al Imperio y
sus lacayos. Reafirmar la cohesión interna sólo tiene sentido frente a la
invasión disolvente: de lo contrario, la compacidad es pura rigidez, pura
esclerosis múltiple…
—El patriotismo no tiene por qué ir unido al
nacionalismo —repliqué—. Puede consistir, sencillamente, en sentirse orgulloso
de formar parte de un país o…
—Para sentirse orgulloso de algo —me interrumpió el
bibliotecario— hay que creer que ese algo, sea lo que fuere, es mejor que sus
alternativas. Te puede gustar Italia más que otros países, puedes identificarte
con su arte y su cultura más que con otras; pero estar orgulloso de ser
italiano implica pensar que es mejor (no más ventajoso o más divertido, sino
mejor, en el sentido de cualitativamente superior) que ser belga o iraní.
»El único patriota bueno es el patriota muerto: por
eso el patriotismo tiende de forma natural a la inmolación heroica.
»Análogamente, el único enamorado bueno es el
enamorado muerto: por eso el amor tiene de forma natural a los celos, la
depresión, la violencia y, en última instancia, al suicidio (físico o mental).
Ya lo decía Byron: es más fácil morir por la persona amada que vivir con ella.
Y menos cruento.
»Triste condición la del mamífero, para quien otro
(otra) es el primer cobijo y el primer aliento. Para el niño, el otro (la otra)
es la metáfora (o la metonimia, según se mire) del mundo, y luego, para el
adulto, para el mamífero reflexivo (es decir, especular), el mundo se convierte
en metáfora (o metonimia) del otro (como dice el poeta: “Todo es metáfora del
tú, de ti, como si el mundo fuera un gran poema sin salida. No hay camino que
no huya de tu sombra. No hay abismo ni vértigo que no acabe en tus ojos. No hay
noche que no sea redonda, negra, sin fondo y doble como tus pupilas. He
olvidado si alguna vez el mar fue sólo agua, sólo tierra sedienta la arena, si
alguna vez las olas no fueron tus labios. No hay pared que no sea tu piel
infranqueable…”).
»No en vano se utiliza el término “amor” para
aludir, sobre todo, al afecto entre padres e hijos y al afecto entre amantes,
básicamente iguales, aunque el tabú del incesto se empeñe en separarlos. El
psicoanálisis ha insistido hasta la saciedad en la índole erótica del afecto
filial, a duras penas enmascarada por el más universal de los tabús. Pero no es
menos grave el aspecto recíproco de la cuestión: la índole filial del afecto
erótico.
»En el amor subyace el deseo compulsivo de
recuperar ese paraíso perdido en el que la madre era la prolongación del yo, su
inagotable fuente de placer y seguridad. En este sentido, el amor es siempre
infantil, regresivo: se niega a aceptar la evidencia de la separación
irreversible, de la alteridad autónoma e inabarcable; por eso está plenamente
justificado que se lo represente como un mamón blando y gordezuelo con los ojos
vendados. Y por eso los celos son el más común (amén del más lamentable) de los
síntomas del amor.
»Los celos y su nefando cortejo (posesividad,
dependencia, ansiedad, agresividad…) son consecuencia lógica de la puerilidad
del amor: cuando dos personas, al enamorarse, contraen el compromiso tácito de
satisfacer mutuamente sus ansias edípicas, es inevitable que se sientan
continuamente frustradas o al borde de la frustración, del abandono, ya que el
bebé interior exacerbado por el furor amoroso exige una dedicación constante y
exclusiva que en el fondo sabe imposible. Este miedo fóbico al abandono, esta
frustración sorda y continua debida al hecho de no ser omnipotente,
omnipresente y omnisciente en el universo del otro, se traduce en los celos, el
monstruo de ojos verdes que se burla de la carne de la que se alimenta.
»El amor, que a menudo se representa como el último
reducto de autenticidad y autodeterminación en vuestra sociedad hipócrita y
coercitiva, es en realidad la farsa suprema y la más angosta de las jaulas
concéntricas que os aprisionan.
»Los miembros de una pareja se someten mutuamente
al más grosero de los engaños (sólo concebible en la medida en que ambos desean
ser engañados tanto o más que engañar) y, sujetos por la cadena de una
dependencia morbosa, se convierten cada uno en la bola de presidiario del otro.
»Los enamorados firman con su sangre el siguiente
contrato elíptico: Tú vas a fingir que yo soy lo más importante para ti, el
centro de tu universo, y yo fingiré que tú eres el centro del mío; de este
modo, olvidaremos que, desde que salimos de la primera infancia, estamos
irreversiblemente solos, cada uno confinado en el centro de su propio universo…
Tú vas a fingir que yo soy para ti algo único e insustituible, que estás
conmigo precisamente por ser yo, cuando en realidad mi identidad profunda te es
desconocida e inasequible, y no soy más que uno entre cientos de
actores/actrices que podrían representar el mismo papel para ti; a cambio, yo
fingiré que tú eres para mí algo único e insustituible (cosa que me resultará
tanto más fácil en la medida en que me hagas creer que yo soy algo único e
insustituible para ti), que estoy contigo precisamente por ser tú…
»Abandonándose a una suerte de esquizofrenia
especular que merecería el más atento estudio de los psicólogos, los dos actores
se creen (o creen creerse) no sólo la farsa del otro, sino también la propia.
La única diferencia entre el vil seductor y el enamorado sincero estriba en que
el primero sólo engaña a una persona, y el segundo, a dos.
»Tanto engaño mutuo, por otra parte, sólo es
concebible en el marco de una mitología sólidamente instaurada. Del mismo modo
que la religión es una forma de amor (al padre —es decir, al principio de
autoridad— divinizado), el amor es una forma de religión, la respuesta mítica
al carácter inasequible e incognoscible de la alteridad. Si la religión es una
mitología destinada a conjurar el miedo a la muerte, el amor es una mitología
destinada a conjurar el miedo a la soledad, y, como tal, os impide enfrentaros
directamente al problema y favorece la perpetuación de una sociedad atomizada
(o, peor todavía, moleculizada) y asolidaria, causa básica de la soledad
extrema en la que vivís.
—Puesto que mucha gente prescinde de los mitos
religiosos —intervine aprovechando una enfática pausa del demonio—, pero casi
nadie de los amorosos, ¿hay que deducir que el miedo a la soledad es más
intenso e irreductible que el miedo a la muerte?
—En primer lugar, muy pocos prescinden realmente de
los mitos religiosos —replicó el bibliotecario levantando el índice—. La
mayoría de los que creen prescindir de la religión se aferran a una serie de
mitos sustitutorios (seudocientíficos, patrióticos, esotéricos…) que, si no
conjuran el miedo a la muerte, al menos alivian el miedo a la vida. En segundo
lugar, la muerte propia es un fenómeno único, definitivo y que casi todos veis
como algo vago y remoto, algo que, al igual que el Sol, no se deja mirar de
frente. No se experimenta la muerte, nos recuerda Epicuro: cuando tú eres, la
muerte no es; cuando la muerte es, tú ya no eres. La soledad, por el contrario,
es una experiencia frecuente (por no decir continua) y directa, muy difícil de
aliviar de una forma mínimamente satisfactoria en vuestro mundo cruel. La
necesidad de engañarse con respecto a la soledad es mucho más inmediata y
apremiante que la necesidad de engañarse con respecto a la muerte. Por eso el
amor es vuestro mito básico, nuclear…
—Hablas como si no se hubiera avanzado nada desde
el Romanticismo.
—Romanticismo, tú lo has dicho: ésa es la palabra
clave, la palabra terrible… Romanticismo es creer que la lluvia es el eco de
tus lágrimas. Romanticismo es conocer el valor de todo y el precio de nada.
Romanticismo es morir por una idea en vez de luchar por ella. Romanticismo es
perderse en un jardín. Romanticismo es desenterrar el cadáver de la amada
después de haberla enterrado viva. Romanticismo es señalar con el ombligo y
confundir el ombligo con la Luna. Romanticismo es confundir el corazón con el
culo y el culo con las témporas… El romanticismo es, en última instancia, una
estética de la desesperación, y, efectivamente, habéis avanzado muy poco desde
el siglo XIX: el Realismo no ha pasado del papel impreso, al menos en este
terreno. Las presuntas actitudes «realistas» o «progresistas» frente al amor
rara vez van más allá de una mera puesta al día del mito (con lo que, por
cierto, contribuyen a su perpetuación). Del mismo modo que el matrimonio se
flexibiliza oficialmente mediante el divorcio (flexibilidad extraoficial
siempre la ha tenido, sobre todo para los varones), el amor, para sobrevivir en
una época presuntamente racionalista y desmitificadora, se despoja de sus
pretensiones de absoluto y eternidad. Pero no es una renuncia sincera: las
edípicas ansias de una fuente de placer y seguridad plena, incondicional, continua
y exclusiva siguen latentes; sigue vivo el deseo de anexionarse a otra persona
(no en vano se usa el término «conquistar» como sinónimo de enamorar), de
recuperar el estatuto edénico, el tiempo circular en el que la madre era la
mullida fortaleza de un ego de límites difusos (Liebe ist Heimweh, como dicen los teutones). Mientras no
desenmascaréis el amor como mito paralizante, mientras no dejéis de
considerarlo una especie de bello milagro y empecéis a contemplarlo y tratarlo
como un trastorno afectivo-sexual…
—Ya lo hacemos. En el lenguaje coloquial se alude a
menudo al carácter traumático del amor: se habla del «mal de amores», de la
«fiebre amorosa»… Los brasileños son aún más explícitos y usan «tarado» como
sinónimo de enamorado…
—Sí —convino el bibliotecario—, y no en vano se
representa a Cupido armado de arcos y flechas. Pero está tan arraigada la
religión del amor, que ni siquiera el admitir abiertamente que se trata de un
dios ciego y tiránico impide que lo sigáis adorando de una forma u otra… El
terrible adagio «del amor al odio no hay más que un paso» debería bastar para
despertar en el más ingenuo la sospecha de la morbosidad del amor. Amor y odio
son las dos caras de la moneda afectiva en curso, acuñada en una perversa
aleación rica en violencia, miedo, mentira… Son las dos caras de la
incomunicación, y por eso están tan próximos, es tan fácil pasar del uno al
otro, incluso confundirlos. Si los humanos pudierais conoceros de verdad,
comprenderos, colaborar, desarrollar la solidaridad y la compasión,
desaparecerían tanto el odio como su reverso, su par dialéctico, el amor
compulsivo. Y sólo habría amistad, amistad epicúrea, más o menos íntima, más o
menos erótica, pero siempre respetuosa de la identidad, ajena, abierta, libre…
—Pero…
—Hay que evitar la común falacia —me cortó el
bibliotecario, anticipándose a mi objeción— que supone pensar que los aspectos
negativos de este amor, compulsivo, a un paso del odio, son defectos
extrínsecos, accidentes aislables de una hipotética «esencia» del amor, pura y
luminosa… Hay que comprender que son elementos intrínsecos, inseparables,
consustanciales… La posesividad y la dependencia engendran necesariamente
celos, angustia, frustración, y la frustración se traduce en agresividad o
depresión (la peor de las agresiones).
»Pobres mamíferos semipensantes… No es fácil
combatir la arraigada tendencia a considerar el amor como algo
cierto-bueno-bello y empezar a enfrentarlo como una forma de alienación. La
mayoría de los humanos contempláis y vivís el amor como algo superlativamente
auténtico y personal, expresión del núcleo mismo del ego y fuente primordial de
las gratificaciones más intensas y elevadas… Y eso a pesar de que la evolución
misma de los procesos amorosos se encarga de “desengañarnos”, ya sea mediante una
decepción brusca o un enfriamiento gradual jalonado de decepciones menores.
Cumplido su objetivo de atomizar (moleculizar) a la sociedad, el amor suele
revelar su engaño básico. Pero muchos se niegan a verlo, tan inevitable e
irreversible les parece la situación. Y de los que reconocen el fracaso, la
mayoría lo atribuyen a fallos personales o a circunstancias adversas,
resistiéndose a ver la falsedad básica del planteamiento mismo.
»E incluso entre los presuntos eroescépticos, la
mayoría buscan sucedáneos más que alternativas, y en última instancia lo
modifican aún más, al considerarlo algo demasiado bello para ser verdad, y
trivializan otro tipo de experiencias eróticas (o buscan directamente lo
trivial por desesperación o cobardía).
»Estas formas espurias de escepticismo, resignación
o desengaño no se oponen a la mitología amorosa sino que, por el contrario, la
refuerzan, en la medida en que desvirtúan las causas de la frustración y
desvían la subsiguiente agresividad de sus auténticos objetivos: el propio mito
del amor y la ideología que lo informa.
—Así que el círculo de los lujuriosos está lleno de
cantos al amor y a la patria —comenté tras una pausa.
—¿Y qué esperabas encontrar aquí?
—Pornografía, adulterio…
—El matrimonio es el adulterio, la adulteración
suma, del mismo modo (y por la misma razón) que la propiedad es el robo. La
abyecta institución conyugal adultera la sinceridad, la espontaneidad, la
lealtad, la ternura y la constancia con sus más viles sucedáneos: la adulación,
el deber, la fidelidad, la cortesía, la cohabitación… Y eso en el mejor de los
casos, pues lo más frecuente es que incluso estos sucedáneos sufran ulteriores
degeneraciones… El matrimonio es el adulterio, y, por supuesto, aquí
encontrarás, en lugar destacado, todos los libros que lo exaltan o justifican.
»En cuanto a la pornografía, si contribuye a
perpetuar la imagen de la mujer como objeto sexual (lo cual ocurre la mayoría
de las veces, sobre todo en esa pornografía blanda y solapada que infesta la
publicidad y los medios de comunicación), está en el Séptimo Círculo, pues en
ese caso es una forma de violencia, y de las peores. De no ser así, no tiene
por qué estar en esta biblioteca, puesto que la mera gimnasia sexual sólo
ofende a los fariseos.
—La mera gimnasia sexual sólo ofende a los fariseos
—repetí—, pero sólo satisface a los filisteos… ¿Cuál es el «camino medio» (en
este terreno, Buda se olvidó de indicarlo claramente) entre el
trascendentalismo y la superficialidad, entre el amor romántico y el sexo
bruto? ¿Cómo deberían ser las relaciones erótico-festivas?
—Las relaciones erótico-festivas, valga el
pleonasmo (pues erotismo y afectividad son conceptos muy afines, por no decir
equivalentes), no deberían ser de ninguna manera preconcebida, puesto que cada
relación ha de encontrar (ha de crear) su forma y su camino… No deberían
generar el nefando binomio posesividad-dependencia. No deberían conllevar la
disparatada pretensión de tener un destino común, de «compartir la vida». No
deberían reconocer ni respetar más reglas que aquellas que, sin coacción ni
control, presiden una buena amistad… Una versión epicúrea (o budista, si lo
prefieres) de ese foedus amicitiae
que el pobre Catulo invocaba en su desventurada relación con Lesbia, podría ser
un primer paso.
—¿No puedes ser más preciso?
—No, no puedo. Ni yo ni nadie. Sólo podemos
vislumbrarlas, las posibles alternativas al amor tal como hoy se vive y
entiende, ya que van ligadas a condiciones psicológicas y sociales radicalmente
distintas… Sólo podemos hacernos una idea vaga del «amor libre», por la misma
razón que no podemos hacernos una idea clara de una sociedad libre, ya que
ambas cosas, afectividad no represiva y sociedad no represiva, van
indisolublemente unidas, se determinan mutuamente, del mismo modo que se
determinan mutuamente el amor enfermo y la sociedad enferma actuales…
—Quiero decir —lo interrumpí— si puedes ser más
preciso con respecto a ese pacto de amistad epicúreo-budista entre enamorados
que propones.
—Bueno, podría ser algo así como: Puesto que hemos
contraído juntos la fiebre amorosa, ayudémonos mutuamente a superarla, a evitar
que sus delirios nos confundan y arrastren. Salvemos nuestro inflamado afecto
de sus propios excesos, igual que se cuida de un niño impetuoso para que no se
haga daño y pueda crecer fuerte y sano. Extrememos las cualidades propias de
las amistades excelentes: sinceridad, lealtad, ayuda desinteresada, respeto a
la identidad… No alimentemos el afecto con la necesidad sino con la libertad.
Luchemos juntos contra la posesividad, la dependencia, los celos. Desandemos
juntos, y con los ojos abiertos, el camino del incesto, yendo del erotismo a la
fraternidad…
—Parece un buen programa —admití—. Intentaré
ponerlo en práctica en cuanto encuentre una compañía más estimulante que la
tuya.
Carlo Fabretti, El
Libro Infierno.
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