miércoles, 8 de enero de 2014

El Segundo Círculo

No me sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Tener acceso a las palabras y no a lo que designan es la más refinada versión del suplicio de Tántalo.
—Puedes pedirme cualquier libro —me dijo el bibliotecario, un demonio plomizo de ojos melancólicos.

(…)

—Éste es el Segundo Círculo, el de los lujuriosos —dijo solemnemente el demonio—. En él encontrarás casi todos los libros de amor...
—¿Casi todos?
—Por supuesto, ya que casi todos ellos dan por válida, cuando no la exaltan abiertamente, la brutal costumbre de devorar a los demás.
—Pero la lujuria…
—El amor es la lujuria —me cortó el bibliotecario—. La lujuria es el apetito desordenado de los deleites carnales, ¿y qué mayor desorden del apetito que el deseo de adueñarse de un trozo de carne en exclusiva y para siempre, de tragarse viva a otra persona…?
—Einstein puso orden en la física tragándose vivo a Newton —dije sin venir muy a cuento, sólo por llevarle la contraria.
—Einstein se tragó vivo a Newton porque estaba muerto. El amor sólo tiene sentido como metáfora o metonimia («meto, nimia, la parte por el todo», como dice el poeta) si los amantes/amados habitan espacios o tiempos distintos… Lo más intolerable es la cohabitación, la grotesca pretensión de compartir la vida, como si la vida fuera una cosa, o, peor aún, una idea… El amor es la lujuria, del mismo modo (y por la misma razón) que la propiedad es el robo… El apego, el afán de posesión (con su vicio complementario, el afán de pertenencia), es la causa de todos los males, no me cansaré de repetirlo. Y de todos los apegos, el amor es el más excesivo y morboso.
—Supongo que te refieres al amor en el sentido restringido de enamoramiento.
—Sobre todo, pero no exclusivamente. El amor en sentido amplio también es un material sumamente inflamable. El amor a la patria, sin ir más lejos…
—¿Dirías que el patriotismo es una forma de lujuria?
—De las peores. Patriotismo y nacionalismo son inseparables, y el nacionalismo es un apetito desordenado de lo carnal simbólico: el objeto del afán de posesión/pertenencia (del amor, en una palabra) del nacionalista es todo un pueblo, con su arbitrario continente físico y su fantasmagórico contenido moral.
»El nacionalista lleva su furor amoroso a la burda desmesura de lo orgiástico: intenta suplir con la cantidad la falta de calidad. Oculta su miedo a la libertad en el tropel; su pánico, en la estampida.
»El nacionalismo sólo puede ser positivo como negación de la negación, es decir, como oposición al imperialismo, al Imperio y sus lacayos. Reafirmar la cohesión interna sólo tiene sentido frente a la invasión disolvente: de lo contrario, la compacidad es pura rigidez, pura esclerosis múltiple…
—El patriotismo no tiene por qué ir unido al nacionalismo —repliqué—. Puede consistir, sencillamente, en sentirse orgulloso de formar parte de un país o…
—Para sentirse orgulloso de algo —me interrumpió el bibliotecario— hay que creer que ese algo, sea lo que fuere, es mejor que sus alternativas. Te puede gustar Italia más que otros países, puedes identificarte con su arte y su cultura más que con otras; pero estar orgulloso de ser italiano implica pensar que es mejor (no más ventajoso o más divertido, sino mejor, en el sentido de cualitativamente superior) que ser belga o iraní.
»El único patriota bueno es el patriota muerto: por eso el patriotismo tiende de forma natural a la inmolación heroica.
»Análogamente, el único enamorado bueno es el enamorado muerto: por eso el amor tiene de forma natural a los celos, la depresión, la violencia y, en última instancia, al suicidio (físico o mental). Ya lo decía Byron: es más fácil morir por la persona amada que vivir con ella. Y menos cruento.
»Triste condición la del mamífero, para quien otro (otra) es el primer cobijo y el primer aliento. Para el niño, el otro (la otra) es la metáfora (o la metonimia, según se mire) del mundo, y luego, para el adulto, para el mamífero reflexivo (es decir, especular), el mundo se convierte en metáfora (o metonimia) del otro (como dice el poeta: “Todo es metáfora del tú, de ti, como si el mundo fuera un gran poema sin salida. No hay camino que no huya de tu sombra. No hay abismo ni vértigo que no acabe en tus ojos. No hay noche que no sea redonda, negra, sin fondo y doble como tus pupilas. He olvidado si alguna vez el mar fue sólo agua, sólo tierra sedienta la arena, si alguna vez las olas no fueron tus labios. No hay pared que no sea tu piel infranqueable…”).
»No en vano se utiliza el término “amor” para aludir, sobre todo, al afecto entre padres e hijos y al afecto entre amantes, básicamente iguales, aunque el tabú del incesto se empeñe en separarlos. El psicoanálisis ha insistido hasta la saciedad en la índole erótica del afecto filial, a duras penas enmascarada por el más universal de los tabús. Pero no es menos grave el aspecto recíproco de la cuestión: la índole filial del afecto erótico.
»En el amor subyace el deseo compulsivo de recuperar ese paraíso perdido en el que la madre era la prolongación del yo, su inagotable fuente de placer y seguridad. En este sentido, el amor es siempre infantil, regresivo: se niega a aceptar la evidencia de la separación irreversible, de la alteridad autónoma e inabarcable; por eso está plenamente justificado que se lo represente como un mamón blando y gordezuelo con los ojos vendados. Y por eso los celos son el más común (amén del más lamentable) de los síntomas del amor.
»Los celos y su nefando cortejo (posesividad, dependencia, ansiedad, agresividad…) son consecuencia lógica de la puerilidad del amor: cuando dos personas, al enamorarse, contraen el compromiso tácito de satisfacer mutuamente sus ansias edípicas, es inevitable que se sientan continuamente frustradas o al borde de la frustración, del abandono, ya que el bebé interior exacerbado por el furor amoroso exige una dedicación constante y exclusiva que en el fondo sabe imposible. Este miedo fóbico al abandono, esta frustración sorda y continua debida al hecho de no ser omnipotente, omnipresente y omnisciente en el universo del otro, se traduce en los celos, el monstruo de ojos verdes que se burla de la carne de la que se alimenta.
»El amor, que a menudo se representa como el último reducto de autenticidad y autodeterminación en vuestra sociedad hipócrita y coercitiva, es en realidad la farsa suprema y la más angosta de las jaulas concéntricas que os aprisionan.
»Los miembros de una pareja se someten mutuamente al más grosero de los engaños (sólo concebible en la medida en que ambos desean ser engañados tanto o más que engañar) y, sujetos por la cadena de una dependencia morbosa, se convierten cada uno en la bola de presidiario del otro.
»Los enamorados firman con su sangre el siguiente contrato elíptico: Tú vas a fingir que yo soy lo más importante para ti, el centro de tu universo, y yo fingiré que tú eres el centro del mío; de este modo, olvidaremos que, desde que salimos de la primera infancia, estamos irreversiblemente solos, cada uno confinado en el centro de su propio universo… Tú vas a fingir que yo soy para ti algo único e insustituible, que estás conmigo precisamente por ser yo, cuando en realidad mi identidad profunda te es desconocida e inasequible, y no soy más que uno entre cientos de actores/actrices que podrían representar el mismo papel para ti; a cambio, yo fingiré que tú eres para mí algo único e insustituible (cosa que me resultará tanto más fácil en la medida en que me hagas creer que yo soy algo único e insustituible para ti), que estoy contigo precisamente por ser tú…
»Abandonándose a una suerte de esquizofrenia especular que merecería el más atento estudio de los psicólogos, los dos actores se creen (o creen creerse) no sólo la farsa del otro, sino también la propia. La única diferencia entre el vil seductor y el enamorado sincero estriba en que el primero sólo engaña a una persona, y el segundo, a dos.
»Tanto engaño mutuo, por otra parte, sólo es concebible en el marco de una mitología sólidamente instaurada. Del mismo modo que la religión es una forma de amor (al padre —es decir, al principio de autoridad— divinizado), el amor es una forma de religión, la respuesta mítica al carácter inasequible e incognoscible de la alteridad. Si la religión es una mitología destinada a conjurar el miedo a la muerte, el amor es una mitología destinada a conjurar el miedo a la soledad, y, como tal, os impide enfrentaros directamente al problema y favorece la perpetuación de una sociedad atomizada (o, peor todavía, moleculizada) y asolidaria, causa básica de la soledad extrema en la que vivís.
—Puesto que mucha gente prescinde de los mitos religiosos —intervine aprovechando una enfática pausa del demonio—, pero casi nadie de los amorosos, ¿hay que deducir que el miedo a la soledad es más intenso e irreductible que el miedo a la muerte?
—En primer lugar, muy pocos prescinden realmente de los mitos religiosos —replicó el bibliotecario levantando el índice—. La mayoría de los que creen prescindir de la religión se aferran a una serie de mitos sustitutorios (seudocientíficos, patrióticos, esotéricos…) que, si no conjuran el miedo a la muerte, al menos alivian el miedo a la vida. En segundo lugar, la muerte propia es un fenómeno único, definitivo y que casi todos veis como algo vago y remoto, algo que, al igual que el Sol, no se deja mirar de frente. No se experimenta la muerte, nos recuerda Epicuro: cuando tú eres, la muerte no es; cuando la muerte es, tú ya no eres. La soledad, por el contrario, es una experiencia frecuente (por no decir continua) y directa, muy difícil de aliviar de una forma mínimamente satisfactoria en vuestro mundo cruel. La necesidad de engañarse con respecto a la soledad es mucho más inmediata y apremiante que la necesidad de engañarse con respecto a la muerte. Por eso el amor es vuestro mito básico, nuclear…
—Hablas como si no se hubiera avanzado nada desde el Romanticismo.
—Romanticismo, tú lo has dicho: ésa es la palabra clave, la palabra terrible… Romanticismo es creer que la lluvia es el eco de tus lágrimas. Romanticismo es conocer el valor de todo y el precio de nada. Romanticismo es morir por una idea en vez de luchar por ella. Romanticismo es perderse en un jardín. Romanticismo es desenterrar el cadáver de la amada después de haberla enterrado viva. Romanticismo es señalar con el ombligo y confundir el ombligo con la Luna. Romanticismo es confundir el corazón con el culo y el culo con las témporas… El romanticismo es, en última instancia, una estética de la desesperación, y, efectivamente, habéis avanzado muy poco desde el siglo XIX: el Realismo no ha pasado del papel impreso, al menos en este terreno. Las presuntas actitudes «realistas» o «progresistas» frente al amor rara vez van más allá de una mera puesta al día del mito (con lo que, por cierto, contribuyen a su perpetuación). Del mismo modo que el matrimonio se flexibiliza oficialmente mediante el divorcio (flexibilidad extraoficial siempre la ha tenido, sobre todo para los varones), el amor, para sobrevivir en una época presuntamente racionalista y desmitificadora, se despoja de sus pretensiones de absoluto y eternidad. Pero no es una renuncia sincera: las edípicas ansias de una fuente de placer y seguridad plena, incondicional, continua y exclusiva siguen latentes; sigue vivo el deseo de anexionarse a otra persona (no en vano se usa el término «conquistar» como sinónimo de enamorar), de recuperar el estatuto edénico, el tiempo circular en el que la madre era la mullida fortaleza de un ego de límites difusos (Liebe ist Heimweh, como dicen los teutones). Mientras no desenmascaréis el amor como mito paralizante, mientras no dejéis de considerarlo una especie de bello milagro y empecéis a contemplarlo y tratarlo como un trastorno afectivo-sexual…
—Ya lo hacemos. En el lenguaje coloquial se alude a menudo al carácter traumático del amor: se habla del «mal de amores», de la «fiebre amorosa»… Los brasileños son aún más explícitos y usan «tarado» como sinónimo de enamorado…
—Sí —convino el bibliotecario—, y no en vano se representa a Cupido armado de arcos y flechas. Pero está tan arraigada la religión del amor, que ni siquiera el admitir abiertamente que se trata de un dios ciego y tiránico impide que lo sigáis adorando de una forma u otra… El terrible adagio «del amor al odio no hay más que un paso» debería bastar para despertar en el más ingenuo la sospecha de la morbosidad del amor. Amor y odio son las dos caras de la moneda afectiva en curso, acuñada en una perversa aleación rica en violencia, miedo, mentira… Son las dos caras de la incomunicación, y por eso están tan próximos, es tan fácil pasar del uno al otro, incluso confundirlos. Si los humanos pudierais conoceros de verdad, comprenderos, colaborar, desarrollar la solidaridad y la compasión, desaparecerían tanto el odio como su reverso, su par dialéctico, el amor compulsivo. Y sólo habría amistad, amistad epicúrea, más o menos íntima, más o menos erótica, pero siempre respetuosa de la identidad, ajena, abierta, libre…
—Pero…
—Hay que evitar la común falacia —me cortó el bibliotecario, anticipándose a mi objeción— que supone pensar que los aspectos negativos de este amor, compulsivo, a un paso del odio, son defectos extrínsecos, accidentes aislables de una hipotética «esencia» del amor, pura y luminosa… Hay que comprender que son elementos intrínsecos, inseparables, consustanciales… La posesividad y la dependencia engendran necesariamente celos, angustia, frustración, y la frustración se traduce en agresividad o depresión (la peor de las agresiones).
»Pobres mamíferos semipensantes… No es fácil combatir la arraigada tendencia a considerar el amor como algo cierto-bueno-bello y empezar a enfrentarlo como una forma de alienación. La mayoría de los humanos contempláis y vivís el amor como algo superlativamente auténtico y personal, expresión del núcleo mismo del ego y fuente primordial de las gratificaciones más intensas y elevadas… Y eso a pesar de que la evolución misma de los procesos amorosos se encarga de “desengañarnos”, ya sea mediante una decepción brusca o un enfriamiento gradual jalonado de decepciones menores. Cumplido su objetivo de atomizar (moleculizar) a la sociedad, el amor suele revelar su engaño básico. Pero muchos se niegan a verlo, tan inevitable e irreversible les parece la situación. Y de los que reconocen el fracaso, la mayoría lo atribuyen a fallos personales o a circunstancias adversas, resistiéndose a ver la falsedad básica del planteamiento mismo.
»E incluso entre los presuntos eroescépticos, la mayoría buscan sucedáneos más que alternativas, y en última instancia lo modifican aún más, al considerarlo algo demasiado bello para ser verdad, y trivializan otro tipo de experiencias eróticas (o buscan directamente lo trivial por desesperación o cobardía).
»Estas formas espurias de escepticismo, resignación o desengaño no se oponen a la mitología amorosa sino que, por el contrario, la refuerzan, en la medida en que desvirtúan las causas de la frustración y desvían la subsiguiente agresividad de sus auténticos objetivos: el propio mito del amor y la ideología que lo informa.
—Así que el círculo de los lujuriosos está lleno de cantos al amor y a la patria —comenté tras una pausa.
—¿Y qué esperabas encontrar aquí?
—Pornografía, adulterio…
—El matrimonio es el adulterio, la adulteración suma, del mismo modo (y por la misma razón) que la propiedad es el robo. La abyecta institución conyugal adultera la sinceridad, la espontaneidad, la lealtad, la ternura y la constancia con sus más viles sucedáneos: la adulación, el deber, la fidelidad, la cortesía, la cohabitación… Y eso en el mejor de los casos, pues lo más frecuente es que incluso estos sucedáneos sufran ulteriores degeneraciones… El matrimonio es el adulterio, y, por supuesto, aquí encontrarás, en lugar destacado, todos los libros que lo exaltan o justifican.
»En cuanto a la pornografía, si contribuye a perpetuar la imagen de la mujer como objeto sexual (lo cual ocurre la mayoría de las veces, sobre todo en esa pornografía blanda y solapada que infesta la publicidad y los medios de comunicación), está en el Séptimo Círculo, pues en ese caso es una forma de violencia, y de las peores. De no ser así, no tiene por qué estar en esta biblioteca, puesto que la mera gimnasia sexual sólo ofende a los fariseos.
—La mera gimnasia sexual sólo ofende a los fariseos —repetí—, pero sólo satisface a los filisteos… ¿Cuál es el «camino medio» (en este terreno, Buda se olvidó de indicarlo claramente) entre el trascendentalismo y la superficialidad, entre el amor romántico y el sexo bruto? ¿Cómo deberían ser las relaciones erótico-festivas?
—Las relaciones erótico-festivas, valga el pleonasmo (pues erotismo y afectividad son conceptos muy afines, por no decir equivalentes), no deberían ser de ninguna manera preconcebida, puesto que cada relación ha de encontrar (ha de crear) su forma y su camino… No deberían generar el nefando binomio posesividad-dependencia. No deberían conllevar la disparatada pretensión de tener un destino común, de «compartir la vida». No deberían reconocer ni respetar más reglas que aquellas que, sin coacción ni control, presiden una buena amistad… Una versión epicúrea (o budista, si lo prefieres) de ese foedus amicitiae que el pobre Catulo invocaba en su desventurada relación con Lesbia, podría ser un primer paso.
—¿No puedes ser más preciso?
—No, no puedo. Ni yo ni nadie. Sólo podemos vislumbrarlas, las posibles alternativas al amor tal como hoy se vive y entiende, ya que van ligadas a condiciones psicológicas y sociales radicalmente distintas… Sólo podemos hacernos una idea vaga del «amor libre», por la misma razón que no podemos hacernos una idea clara de una sociedad libre, ya que ambas cosas, afectividad no represiva y sociedad no represiva, van indisolublemente unidas, se determinan mutuamente, del mismo modo que se determinan mutuamente el amor enfermo y la sociedad enferma actuales…
—Quiero decir —lo interrumpí— si puedes ser más preciso con respecto a ese pacto de amistad epicúreo-budista entre enamorados que propones.
—Bueno, podría ser algo así como: Puesto que hemos contraído juntos la fiebre amorosa, ayudémonos mutuamente a superarla, a evitar que sus delirios nos confundan y arrastren. Salvemos nuestro inflamado afecto de sus propios excesos, igual que se cuida de un niño impetuoso para que no se haga daño y pueda crecer fuerte y sano. Extrememos las cualidades propias de las amistades excelentes: sinceridad, lealtad, ayuda desinteresada, respeto a la identidad… No alimentemos el afecto con la necesidad sino con la libertad. Luchemos juntos contra la posesividad, la dependencia, los celos. Desandemos juntos, y con los ojos abiertos, el camino del incesto, yendo del erotismo a la fraternidad…
—Parece un buen programa —admití—. Intentaré ponerlo en práctica en cuanto encuentre una compañía más estimulante que la tuya.


Carlo Fabretti, El Libro Infierno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario